sábado, 2 de mayo de 2009

4.LA RATIO DE LOS SISTEMAS INQUISITIVO Y DISPOSITIVO.

Los sistemas procesales surgen para regular la vida en sociedad. Éstos son el producto de un conjunto de variables sociales, económicas y políticas. Los más conspicuos juristas del Derecho procesal han determinado que en el ámbito de la esfera civil del Derecho Procesal se erigen dos sistemas: El dispositivo y el inquisitivo. Los especialistas coinciden en que a cada uno de ellos accede una serie de características consubstanciales a lo largo de su evolución histórica.
Para el caso del sistema dispositivo(Fábrega J. 1998), se resalta en primer lugar, salvo supuesto especiales consignados en la norma, para que la función jurisdiccional emerge como mecanismo de heterocomposición pública es necesario que la parte que se considerada afectada por la supuesta violación de un derecho consignado en la norma objetiva, o la necesaria declaración de éste, o la inexistencia de una relación jurídica, debe ejercitar el Derecho de Acción; para lo cual debe acudir ante el tribunal para presentar la demanda correspondiente.
El modelo del Estado de corte liberal descanso en lo que algunos han denominado el desinterés por parte éste con respecto al objeto litigioso; con ello los afectados pretende asegurar que el organismo estatal encargado de de la función jurisdiccional no utilice esta estructura para afectar los intereses de los asociados, para favorecer ciertos objetivos arbitrarios dentro de la relación procesal.
El sistema liberal se cimentó en la pervivencia de un conjunto de derechos y libertades para los asociados. Dentro de este modelo, la única forma como el contrato social desarrollado por Hobbes, Lock, Rosseau y Kant entre el Estado y los individuos podía subsistir era mediante un adecuado equilibrio entre los derechos y deberes de los que conformaban ese acuerdo. La individualidad cese parte de sus prerrogativas para garantizar la consecución de un proyecto colectivo.
En los sistemas de corte totalitario (de derecha o izquierda) el interés individual pasa a un segundo plano. Lo colectivo tiene preeminencia; por ende, la superestructura jurídica debe estar adecuada a esa realidad objetiva.
En segundo lugar, dado que las partes, con la demanda, los mecanismos de ataque a la pretensión expuesta a través de la contestación o con posibles contraataques fijan el objeto del proceso y las pretensiones. Sólo las partes pueden fijar los hechos en los que fundamentan sus intereses. Esta actividad es fundamental para lograr que el juzgador pueda hacer su labor cognoscitiva dirigida a reconstruir o idear los hechos ocurridos o que pudieran acaecer. En el sistema dispositivo son las partes las que deben tener el conocimiento mas acercado a los hechos; son ellos los que pueden precisar, con autonomía de su voluntad, el alcance de sus pretensiones.
El juez, si bien es cierto en algunos períodos de la evolución histórica del sistema era una especia de arbitrador, también es inobjetable que sistema fue evolucionando hasta alcanzar niveles donde el juzgador era más que un convidado de piedra, como algunos le han denominado, con un marcado corte peyorativa. Ese juzgador, a pesar de sus limitadas facultades procesales, debía realizar una labor intelectiva de producir una decisión, para lo cual debería tomar en consideración los hechos, las pretensiones, el derecho invocado y las pruebas aportadas. Es una tarea hercúlea. Éste sujeto debería darle significado a los medios de pruebas incorporados al proceso en el contexto de la realidad procesal.
No me parece justo que la labor realizada por los juzgadores mediante la emisión de millones de fallos que emergieron de los tribunales impregnados de un profundo esfuerzo intelectivo y que han sido de mucha utilidad para evaluar la vigencia de ciertos paradigmas, merezca ser reducido a la categoría peyorativa de convidados de piedra.
La labor del juzgador es una actividad humana; no es perfecta; como un esfuerzo del intelecto, el cualquier sistema debe estar abierto a la crítica a la revisión efectiva y periódica, como mecanismo auto renovador del sistema.
En tercer lugar, la percepción de que le incumbe a las partes el impulso de proceso, si bien es cierto es un postulado fundamental del sistema dispositivo; no menos cierto es que la realidad cambiante en la que ha convivido el proceso como institución, ha tenido un giro hacia una labor más activa del juzgador, a objeto de lograr elevar los niveles de eficiencia y eficacia en la gestión. Este cambio no debe llevarnos a pesar en una distorsión del sistema dispositivo. Una parte del todo no determina la naturaleza de la totalidad. La simple suma de las partes tampoco determina la totalidad; sin embargo, enlazar las partes en su relación dialéctica es lo que nos permite comprender la totalidad en su relación dinámica y no estática.
En cuarto lugar, si las partes son las que fijan sus pretensiones, sería un riesgo para los asociados que el juzgador pudiera trascender su voluntad. Permitirlo pondría en peligro la existencia del mecanismo de heterocomposición pública; pues los asociados, ante la posibilidad de que el juzgador trascienda su voluntad en su perjuicio podrían limitar el ejercicio del Derecho de Acción y retomar la justicia por su propia mano; lo que implicaría un paso en firme para hacer colapsar el denominado contrato social.
En quinto lugar, es consubstancial con el sistema liberal que las partes sean las únicas que puedan disponer de sus pretensiones. En efecto, el proceso, como ha quedado expuesto, es un instrumento para garantizar la solución pacífica de conflictos intersubjetivos; si ello es así, las partes deben tener instrumentos que viabilicen esa posibilidad; todas vez que el fin del proceso no es la sentencia en sí misma; sino una respuesta para resolver el conflicto, la cual puede emerger de las partes o del juzgador.
Este modelo tuvo vigencia durante muchos siglos, en forma interrumpida; sin embargo, a finales del siglo XIX e inicios del XX sufrió fuertes cuestionamiento.
El paradigma es renovador y se desarrolla la corriente denomina de la publicización del proceso (DAVIS ECHANDÍA, H. 1972). Ésta parte de la concepción de que un juez pasivo y mero espectador y la idea de que en un proceso, la conducción de la instancia, la investigación de las pruebas, la iniciativa de las medidas de instrucción, dependen de los litigantes, sobre la base de un presupuesto fundamental de una igualdad absoluta de la partes en el proceso, es una situación absolutamente inalcanzable e irreal.
Para ellos, el principal deber del juez es dictar una sentencia justa, o lo más justa posible y para lo cual, debe utilizar todos los medios que el proceso judicial le brinda; las partes tienen la carga de aportar las pruebas, pero si el juez no está convencido de cómo ocurrieron los hechos controvertidos, el ordenamiento procesal le otorga una serie de instrumentos para formarse una convicción de los hechos litigiosos independiente de la voluntad de las partes y así poder cumplir -obviamente asegurando el pleno control bilateral- con ese deber fundamental. Si no lo usa no podrá dictar una sentencia justa.
Es el juez el primer interesado en pronunciar un fallo con la máxima certeza moral; de no conformarse con la actividad o la negligencia de las partes, es él el que tiene poderes implícitos o inherentes instructorios para acometer con eficacia la labor investigativa. Obviamente, que con el control pleno y efectivo de las partes.
Las facultades y deberes que el ordenamiento legal prescribe e impone a los jueces deben ser ejercidos no para resguardar un interés particular, sino el de la sociedad toda, que desea y pretende una justicia independiente, eficaz y oportuna.
En todas las latitudes, países del common law, del derecho continental, escandinavia, países asiáticos y africanos, como en iberoamericana, en fin, toda la doctrina procesal moderna está dirigida hacia un preponderante activismo judicial, abandonando el estatismo de los jueces.
La única excepción lo constituyen los países de Europa oriental, que por motivaciones políticas ajenas a la disciplina jurídica, ante el fracaso del sistema socialista y por el péndulo ideológico han girado hacia una concepción privatística del proceso. No obstante ello, en dichos países comienza a afianzarse una corriente doctrinaria tendiente a otorgar a los jueces facultades para que investiguen y verifiquen la verdad material.
El denominado "activismo judicial" intenta responder a las reales y concretas exigencias de una sociedad globalizada, democrática, pluralista, dinámica y participativa.
Frente a este criterio que considera que debe reafirmarse el rol activo del juez para esclarecer los hechos controvertidos y sin perjuicio de algunas posturas intermedias, se alzan voces en el ámbito nacional que recomiendan que el juez no pueda ordenar medidas para mejor proveer ni pruebas de oficio.
Quienes sustentan ésta última postura doctrinaria afirman que la aplicación irrestricta de la Constitución conlleva a un juez sólo comprometido con el orden legal vigente que se empeñe en respetar y hacer respetar a todo trance las garantías constitucionales.
En respuesta a esta posición, ha surgido la corriente garantista, la cual ha hecho un esfuerzo teórico estimable. Al respecto es de anotar las conclusiones fundamentales a las que arribaron una pléyada de especialista en la materia en la -->Primera Jornada Internacional sobre Proceso Civil y Garantía, denominada: EL PROCESO CIVIL EN EL SIGLO XXI: TUTELA Y GARANTÍA, celebrada el 27 de enero de 2006.
En dicho conclave, se resume el pensamiento de lo que ha sido denominado el garantismo procesal. Este cuerpo teórico tiene una serie de postulados fundamentales, los cuales son de importante comprensión para poder valorar su posición frente a las facultades otorgadas al juez en lo que se ha denominado concepción publicista del proceso.
Los garantista parten por advertir que los órganos de poder en un Estado democrático basan su legitimidad en el reconocimiento, la defensa y la garantía de las libertades y de los derechos de sus ciudadanos y, realmente, de todas las personas. Este punto departida gira en torno a la concepción del contractualismo tradicional expuesta por Hobbes, Locke, Roussaeu y Kant.
Los asociados en denominado contrato social cedieron parte de sus facultades al ente estatal a efecto de garantizar su convivencia; éste como contraparte debía garantizar un conjunto de garantías y libertades a los asociados cedentes. La legitimidad del orden establecido viene dada por el respeto que ambas partes den a esos principios rectores.
Desde esta perspectiva, el órgano judicial, en ejercicio de sus facultades, tiene plena justificación en tanto se convierta en el instrumento, que garantice, de manera efectiva los derechos e intereses legítimos de los asociados. La justificación de ese poder viene dada desde la perspectiva de que éste está obligatoriamente al servicios cuyo autonomía ha dado objetivación al Estado.
La finalidad de la función jurisdiccional debe tener como centro cardinal la tutela de los derechos e intereses legítimos del individuo, y si la función del juez en el caso concreto consiste en ser el garante último de esos derechos e intereses, debemos colegir que ello no puede hacerse de cualquier modo sino necesariamente de una manera muy concreta: primero, por medio del proceso, donde el accionar del juzgador de garantía de acierto, y segundo desde la de las partes garantía de la manera como han de tutelarse sus derechos.
Desde esta perspectiva, el proceso no es un simple conjunto de actos mediante los cuales se realiza la función jurisdiccional, como lo anota el jurista Enrique Vescovi(1987). Por un lado, es el instrumento único para el ejercicio de la potestad jurisdiccional y, por otro, el instrumento único de ejercicio del derecho de acción.
Estas dos elementales consideraciones estaban muy claras en el pensamiento de la división de poderes y en su justificada desconfianza ante los poderes públicos, por lo que se buscó y encontró en la ley el límite a los abusos en el ejercicio del poder.
Sin embargo, esta la situación se alteró sustancialmente, en las postrimerías del siglo XIX y en los iniciales del siglo XX, como consecuencia de la crisis sufrida por las instituciones propias del Estado. Esa crisis llevó a la aparición de movimientos ideológicos de exaltación de la autoridad, en los que se acabó por considerar que era el individuo el que estaba al servicio de los fines del Estado y no al revés. Esas concepciones de alteración de las relaciones entre el Individuo y el Estado son las que estaban en la base de la llamada “publicización” del proceso civil.
El siglo que acabamos de superar se caracterizo, a nivel del proceso civil porque en muchos países se le dio primacía a los intereses públicos sobre los individuales; paro lo cual se uso como argumento que el juzgador no podía ser un simple convidado de piedra y que a fin de lograr resultados razonables era necesario dotar al juzgador de amplios poderes, los cuales resolverían los desfases del paradigma de proceso tradicional privatístico y originaría equidad entre los contendores.
Sin embargo, los procesos civiles regulados desde las concepciones publicistas no han dado buen resultado y han llevado en la práctica a una situación de innegable ineficacia, siendo manifiesto que la situación actual de esa práctica es claramente insostenible en muchos países, las cuales han sido reiterativa en diversos foros internacionales y el ostensible cuestionamiento del órgano judiciales la mayoría de los países de Iberoamérica.
Al respecto anota el jurista Adolfo Alvarado Velloso(2002), con respecto a la jurisdicción argentina, en la postrimerías del siglo XX que en los últimos años se ha producido una profunda grieta en el orden jurisprudencial argentino, que muestra la existencia de variadas decisiones asistémicas: a su parecer han aparecido numerosas sentencias cuyos mandatos contrarían el texto expreso de la ley y, muchas veces, se presentan como definitivas no obstante no haber dado el juez actuante una audiencia previa al interesado que debe sufrir sus efectos.
Todo ello se efectúa en pos de una difusa meta justiciera que quiere lograrse al amparo de nuevas ideas filosóficas que pregonan la existencia de un posmodernismo judicial que aconseja superar a cualquier precio la endémica ineficiencia del proceso. De ahí que cierta doctrina actual propone con insistencia abandonar para siempre el método conocido de debate procesal y suplantarlo con la mera sagacidad, sapiencia, dedicación y honestidad de la persona del juez, a quien cabe entregar toda la potestad de lograr autoritariamente esa justicia dentro de los márgenes de su pura y absoluta subjetividad. Con esta base, muchos jueces pregonan la necesidad de resolver de inmediato toda suerte de litigio, con abandono de la previa y necesaria posibilidad de discusión. A juicio del autor, esta tesis conocida en la sociología tribunalicia como decisionismo judicial ha hecho retroceder a la civilidad varios siglos en las conquistas constitucionales.
Frente a esta situación los garantitas conciben la función de la jurisdicción como la tutela de los derechos e intereses del individuo, y la función del juez en el caso concreto debe consistir en ser el garante último de esos derechos.
Recomienda que al servicio de esa función se deba respetar primero y garantizar después por los otros poderes del Estado la independencia del juez, que supone el sometimiento exclusivo a la ley. La independencia no puede quedarse en una declaración meramente retórica de las constituciones, lo que implica una reingeniería en el proceso de designación de los miembros del órgano judicial.
En adición a ello consideran que los titulares del Poder Judicial no deben convertirse en titulares de todos los poderes del Estado o en una especie de “suplentes” de los otros poderes, de “correctores” de su falta de actuación o de cómplices en calidad de encubridores de los actos de propiciados por las corruptelas .
Por lo expuesto para este grupo de teóricos a condición del juez como tercero, esto es, extraño a los hechos y al objeto deducido en el proceso, es incompatible con la posibilidad misma de que las normas le permitan asumir en el proceso funciones que son propias de las partes (iniciar el proceso, determinar o cambiar el objeto del proceso, apreciar de oficio la existencia de hechos no alegados por las partes, decidir la práctica de pruebas de los hechos sí alegados por las partes). Además de tercero el juez debe ser imparcial. La imparcialidad, que es algo diferente aunque añadido a la condición de tercero, en sentido estricto supone que el juez no puede tener interés ni con relación a las personas que son parte, ni respecto del objeto del proceso. Es necesario garantizar que en el caso concreto el juicio del juez está determinado sólo por el cumplimiento correcto de su función de tutela de los derechos e intereses de las partes.
Desde esta óptica, el proceso civil, como en realidad todos los procesos, debe regularse desde la consideración de que el mismo es garantía para los individuos en la persecución de lo que estiman que es su derecho o interés legítimo y debe realizarse con estricta sujeción a esa ley reguladora. La norma procesal debe entenderse como norma de garantía y por ello la observancia de la misma por el juez y por las partes afecta a la esencia misma de la garantía de los derechos e intereses que prometen las constituciones.
El Estado democrático debe garantizar a todas las personas que podrán iniciar y realizar un proceso en condiciones de igualdad. A ese efecto adoptará las medidas que se estimen necesarias, como la asistencia jurídica gratuita a cargo del propio Estado (CAPELLETTI, Mauro. y GARTH, Bryant 1996), pero no podrá el juez de un proceso concreto, en tanto que tercero e imparcial, asumir funciones o deberes de promoción de esa igualdad “sustancial”.
Son los partes las únicas que podrán iniciar el proceso; nunca el juez. Cuando exista un interés público en un proceso la condición del juez como tercero debe mantenerse en todo caso y por ello nunca podrá el juez iniciar el proceso.
La defensa en juicio de ese interés público se confiará al Ministerio Público, al cual se le atribuirá legitimación para actuar en ese proceso como parte. En su actuación el Ministerio Público no puede tener un trato privilegiado en el proceso, sea éste del tipo que fuere.
La regulación del proceso en la ley ordinaria deberá partir de la base fundamental del respeto a las garantías y principios procesales plasmados en los tratados internacionales y en la constitución respectiva. Lo que promete a los individuos esos textos no puede acabar siendo desconocido por las leyes procesales civiles.
De la misma manera en la realización de cada proceso concreto en la realidad el juez debe respetar y hacer efectivas esas garantías y derechos, asegurando la contradicción y la igualdad entre las partes.
Las partes no pierden la titularidad y la disponibilidad de sus derechos por el mero hecho de que exista controversia sobre ellos ni porque, como consecuencia, necesiten de la declaración judicial y por ello del proceso. En ese proceso el principio dispositivo no es una cuestión de mera técnica procesal, sino algo que caracteriza su misma esencia.
Por medio del proceso se persigue reconstruir y conocer, dentro de lo humana y legalmente posible, los hechos del pasado para que puedan ser declarados y desde ellos tuteladas las posiciones jurídicas derivadas de esos hechos. El juicio es expresión de la certeza del derecho, que esa cosa conceptual y jurídicamente muy distinta de la llamada verdad material.
El principio del llamado libre convencimiento del juez no puede tener la función de permitir la introducción de modo arbitrario e incontrolado medios de prueba no previstos por la ley.
La realización de los procesos concretos no puede olvidar que si importa, desde luego, el resultado del mismo, esto es, el contenido de la decisión judicial, también importa, y no menos, el camino, el cómo se llega a ese resultado, pues el fin (el resultado o decisión judicial de tutela del derecho subjetivo) no justifica el desconocimiento de la legalidad procesal (el camino o modo de llegar a la decisión).
El resultado y el modo de llegar al mismo están indisolublemente unidos, de manera que si se prima al resultado sobre el camino para llegar a él, se convierte en inadmisible el resultado mismo, dado que a él se ha llegado sin respetar las garantías previstas para ello.
En el proceso entendido como instrumento de garantía, los abogados tienen un papel específico y fundamental, tanto que el derecho de defensa adquiere en la actualidad su verdadero sentido cuando se refiere a ellos. El abogado debe asumir la defensa de los derechos e intereses legítimos de su cliente con todas las fuerzas de su inteligencia y capacidad y utilizando todos los medios que la ley regule y permita.
REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

CAPELLETTI, Mauro. y GARTH, Bryant (1996). La Tendencia En El Movimiento Mundial Para Hacer Efectivo Los Derechos. México, Fondo de Cultura Económica, páginas 154.

DAVIS ECHANDÍA, Hernando (1972). Política Social En El Proceso Civil. México: Congreso Internacional de Derecho Procesal

FÁBREGA, Jorge. Instituciones De Derecho Procesal Civil(2000). Panamá, Editora Jurídica Panameña, 1998, páginas 28-29. Teoría General De La Prueba. Medellín, Ediciones Jurídicas Gustavo Ibáñez, segunda edición 2000. páginas 151-170.

La -->Primera Jornada Internacional sobre Proceso Civil y Garantía, denominada: EL PROCESO CIVIL EN EL SIGLO XXI: TUTELA Y GARANTÍA, celebrada el 27 de enero de 2006.

VELLOSO, Adolfo Alvarado(2002). ¿Garantismo Procesal versus Decisionismo Judicial?. Buenos Aires, Zeus, páginas 132-140.

VESCOVI, Enrique(1987). Teoría General del Proceso. Bogotá, Editorial Temis, páginas 56-57.